David Hume

David Hume

(1711-1776)

Fragmentos de obras de Hume

Investigación sobre los principios de la moral

En este fragmento de la "Investigación sobre los principios de la moral", publicada en 1751, se recogen las consideraciones iniciales sobre la moral en las que se funda la ética de Hume, basada en el sentimiento, en consonancia con los principios empiristas de su filosofía.

Sección 1. De los principios generales de la moral

Las disputas con hombres que se obstinan en mantener sus principios a toda costa son las más molestas de todas, quizá con la excepción de aquellas que se tienen con individuos enteramente insinceros que en realidad no creen en las opiniones que están defendiendo, y que se enzarzan en la controversia por afectación, por espíritu de contradicción y por el deseo de dar muestras de poseer una agudeza y un ingenio superiores a los del resto de la humanidad. De ambos tipos de personas debe esperarse la misma adherencia a sus argumentos, el mismo desprecio por sus antagonistas y la misma apasionada vehemencia en su empeño por hacer que imperen la sofistería y la falsedad. Y como el razonamiento no es la fuente de donde ninguno de estos dos tipos de disputantes saca sus argumentos, es inútil esperar que alguna vez lleguen a adoptar principios más sólidos guiándose por una lógica que no hable a sus afectos.

Quienes han negado la realidad de las distinciones morales podrían ser clasificados entre los disputantes insinceros. No es concebible que criatura humana alguna pueda creer seriamente que todos los caracteres y todas las acciones merecen por igual la aprobación y el respeto de todos. La diferencia que la naturaleza ha establecido entre un hombre y otro es tan vasta y puede acentuarse hasta tal punto por virtud de la educación, el ejemplo y el hábito, que cuando se presentan ante nuestra consideración dos casos extremos enteramente opuestos, no hay escepticismo, por muy radical que sea, que se atreva a negar absolutamente toda distinción entre ellos. Por muy grande que sea la falta de sensibilidad de un individuo, con frecuencia tendrá este hombre que ser tocado por las imágenes de lo justo y de lo Injusto; y por muy obstinados que sean sus prejuicios, tendrá por fuerza que observar que sus prójimos también son susceptibles de experimentar impresiones parecidas. Por lo tanto, el único modo de convencer a un antagonista de esta clase será dejarlo solo. Pues cuando vea que nadie está dispuesto a seguir discutiendo con él, lo más probable es que, de puro aburrimiento, decida por sí mismo ponerse del lado del sentido común y de la razón.

Últimamente ha tenido lugar una controversia mucho más merecedora de nuestra atención, que se refiere a los fundamentos generales de la Moral. Es la controversia acerca de si estos fundamentos se derivan de la Razón o del Sentimiento; de si llegamos a conocerlos siguiendo una cadena de argumentos e inducciones, o más bien por un sentimiento inmediato y un sentido interno más sutil; de si, como sucede con todo recto juicio acerca de la verdad y la falsedad, deben ser los mismos en todos los seres racionales inteligentes, o deben estar fundados, como ocurre con la percepción de la belleza y la deformidad, en la particular manera de ser y constitución de la naturaleza humana.

Los filósofos antiguos, aunque a menudo afirman que la virtud no es otra cosa que una conformidad con la razón, en general parecen considerar la moral como algo que deriva su existencia del gusto y del sentimiento. Por otro lado, nuestros investigadores modernos, aunque también hablan mucho de la belleza de la virtud y de la fealdad del vicio, han intentado, por lo común, explicar estas distinciones mediante razonamientos metafísicos y deducciones derivadas de los más abstractos principios del entendimiento. Tal es la confusión que ha reinado en estos asuntos, que un antagonismo de gravísimas consecuencias podrá llegar a prevalecer entre uno y otro sistema, e incluso dentro de las partes de cada sistema en particular. Y, sin embargo, nadie, hasta hace muy poco, había reparado en ello. El sutil Lord Shaftesbury, que fue el primero en señalar esta distinción, y que, en general, se adhirió a los principios de los antiguos, no se libra enteramente de caer en la misma confusión.

Debe reconocerse que ambas posturas acerca de esta cuestión son susceptibles de ser defendidas con argumentos plausibles. De una parte, cabría decir que las diferencias morales pueden discernirse mediante el uso de la pura razón. Pues, de no ser así, ¿cómo explicar las muchas disputas que tienen lugar en la vida ordinaria y en la filosofía con respecto a este asunto? ¿Cómo dar cuenta de la larga cadena de pruebas que a menudo son esgrimidas por ambos bandos, los ejemplos que se citan, las falacias que se denuncian, las inferencias que se deducen y las diversas conclusiones que se sacan de acuerdo con los principios de que se parte? Se puede disputar sobre la verdad, pero no sobre el gusto. Lo que existe en la naturaleza de las cosas dicta la norma de nuestro juicio, mientras que lo que un hombre siente dentro de sí mismo es lo que marca la norma del sentimiento. Las proposiciones geométricas pueden probarse, y los sistemas de física pueden ser discutidos racionalmente. Pero la armonía del verso, la ternura de una pasión y la brillantez de ingenio nos procuran un placer inmediato. Ningún hombre razona acerca de la belleza de otra persona, pero sí ofrece argumentos cuando se está refiriendo a la justicia o injusticia de sus actos. En todo proceso criminal, el primer objetivo del prisionero es probar que son falsos los hechos que se alegan, y negar los actos que se le imputan; el segundo consiste en probar que, aun en el caso de que dichos actos fuesen reales, podrían justificarse como inocentes y legales. Es admitido que el primer objetivo puede alcanzarse mediante deducciones del entendimiento; ¿cómo podríamos suponer que es otra facultad de la mente la que se emplea en lograr el segundo?

Por su parte, quienes afirman que todas las determinaciones morales se basan en el sentimiento se esforzarán por mostrar que a la razón le resulta imposible llegar a conclusiones en este orden de cosas. A la virtud, dicen los partidarios de esta opinión, le corresponde el ser amable, y al vicio, odioso. En eso consiste su auténtica naturaleza o esencia. Pero ¿puede la razón o la argumentación asignar estos diferentes epítetos a tal o cual sujeto y pronunciarse de antemano acerca de si una cosa debe producir amor y otra odio? ¿Qué razón podríamos dar para explicar estas disposiciones afectivas, como no sea la textura y conformación del alma humana, la cual está naturalmente capacitada para albergarlas?

La meta de toda especulación moral es enseñarnos nuestro deber, y mediante representaciones adecuadas de la fealdad del vicio y de la belleza de la virtud, engendrar en nosotros los hábitos correspondientes que nos lleven a rechazar el uno y abrazar la otra. Pero ¿hemos de esperar que esto se produzca mediante inferencias y conclusiones del entendimiento, las cuales no tienen de por sí influencia en nuestras disposiciones afectivas ni ponen en movimiento los poderes activos de los hombres? Descubren verdades; pero cuando las verdades que descubren son indiferentes y no engendran ni deseo ni aversión, no pueden tener influencia en la conducta. Lo que es honorable, lo que es justo, lo que es gentil, lo que es noble, lo que es generoso, se apodera de nuestro corazón y nos anima a abrazarlo y mantenerlo. Lo que es inteligible, lo que es evidente, lo que es probable, lo que es verdadero produce en nosotros, únicamente, el frío asentimiento de nuestro entendimiento; y la satisfacción de una curiosidad especulativa pone fin a nuestras indagaciones.

Extinguid todos los sentimientos y predisposiciones entrañables a favor de la virtud, así como todo disgusto y aversión con respecto al vicio; haced que los hombres se sientan indiferentes acerca de estas distinciones, y la moral no será ya una disciplina práctica ni tendrá ninguna influencia en la regulación de nuestras vidas y acciones.

Estos argumentos esgrimidos por cada uno de los bandos (y muchos más que podrían aducirse) son tan plausibles, que yo me inclino a sospechar que tanto el uno como el otro son sólidos y satisfactorios, y que la razón y el sentimiento concurren en casi todas nuestras determinaciones y conclusiones. Es probable que la sentencia final que decida si tal carácter o tal acto es amable u odioso, digno de alabanza o de censura; la sentencia que ponga en ellos la marca del honor o de la infamia, la de la aprobación o la censura; la que hace de la moralidad un principio activo y pone en la virtud nuestra felicidad y en el vicio nuestra miseria, es probable, digo, que esta sentencia final dependa de algún sentido interno o sentimiento que la naturaleza ha otorgado a toda la especie de una manera universal. Pues, ¿qué otra cosa, si no, podría tener una influencia de este tipo? Pero a fin de preparar el camino para que se dé tal sentimiento y pueda éste discernir propiamente su objeto, encontramos que es necesario que antes tenga lugar mucho razonamiento, que se hagan distinciones sutiles, que se infieran conclusiones precisas, que se establezcan comparaciones distantes, que se examinen relaciones complejas, y que los hechos generales se identifiquen y se esté seguro de ellos. Algunas especies de belleza, especialmente las de tipo natural, se apoderan de nuestro afecto y de nuestra aprobación en cuanto se nos presentan por primera vez. Y cuando no logran producir este efecto, es imposible que razonamiento alguno pueda cambiar su influencia o adaptarlas mejor a nuestro gusto y sentimiento. Pero en muchas otras clases de belleza, particularmente las que se dan en las bellas artes, es un requisito emplear mucho razonamiento para llegar a experimentar el sentimiento apropiado; y un gusto equivocado puede corregirse frecuentemente mediante argumentos y reflexiones. Hay justo fundamento para concluir que la belleza moral participa en gran medida de este segundo tipo de belleza, y que exige la ayuda de nuestras facultades intelectuales para tener influencia en el alma humana.

Mas aunque la cuestión referente a los principios generales de la moral sea curiosa e importante, es innecesario en este momento que nos dediquemos a investigarla con más detalle. Pues si en el curso de la presente indagación somos tan afortunados como para descubrir el verdadero origen de la moral, entonces veremos fácilmente en qué grado entra el sentimiento o la razón en todas nuestras decisiones de esta clase.

Para alcanzar tal propósito, trataremos de seguir un método muy simple: analizaremos ese complejo de cualidades mentales que forman lo que en la vida común llamamos Mérito Personal; consideraremos cada atributo del alma que hace que un hombre sea objeto de estima y afecto, o de odio y desprecio; consideraremos asimismo los diferentes hábitos, o sentimientos, o facultades que, si se adscriben a una persona, implican alabanza o censura, y que podrían formar parte de cualquier panegírico o de cualquier sátira de su carácter y de sus modales.

La aguda sensibilidad que en este punto posee universalmente todo el género humano, le da a un filósofo suficiente garantía de que nunca se equivocará mucho al componer este catálogo, y de que tampoco incurrirá en el peligro de elegir mal el objeto de su contemplación: sólo necesitará entrar por un momento dentro de sí mismo y ver si a él le gustaría que se le adscribiese esta o aquella cualidad, y si tal imputación provendría de un amigo o de un enemigo. La misma naturaleza del lenguaje nos guía casi infaliblemente a la hora de formarnos un juicio de esta clase. Pues como cada lengua posee un grupo de palabras que se toman en un buen sentido, y otro grupo de palabras que se toman en sentido opuesto, basta con un ligero conocimiento del idioma, sin ayuda de razonamiento alguno, para orientarnos en la tarea de recoger y clasificar las cualidades humanas estimables o censurables.

El único objeto de razonamiento será el descubrir las circunstancias que tanto en un lado como en otro son comunes a estas cualidades, observar el particular elemento en que todas las cualidades estimables coinciden, así como el elemento en el que coinciden las censurables, y, a partir de ahí, llegar hasta el fundamento de la ética y encontrar esos principios universales de los que en último término se deriva toda censura y aprobación. Como esto es una cuestión de hecho y no de ciencia abstracta, sólo podremos esperar tener éxito siguiendo el método experimental y deduciendo máximas generales mediante una comparación de casos particulares.

El otro método científico según el cual se establece primero un principio general abstracto que es después ramificado en una variedad de inferencias y conclusiones, puede que en sí mismo sea más perfecto, pero se ajusta menos a la imperfección de la naturaleza humana y es una fuente común de ilusión y de error en éste y en otros asuntos. La humanidad está hoy curada de su pasión por hipótesis y sistemas en cuestiones de filosofía natural, y sólo prestará atención a argumentos que se deriven de la experiencia. Ya es hora de que intentemos una reforma semejante en todas las disquisiciones acerca de la moral rechazando todo sistema de ética que, por muy sutil e ingenioso que sea, no esté basado en los hechos y en la observación.

Empezaremos nuestra investigación sobre este tema considerando las virtudes sociales de la Benevolencia y la justicia. La explicación que demos de ellas será probablemente un primer paso que nos permita luego dar cuenta de las otras.

Según la versión de Carlos Mellizo, "Investigación sobre los principios de la moral", Alianza Editorial, Madrid, 1993