David Hume

David Hume

(1711-1776)

Análisis, comentarios y juicios críticos. Ejercicio 2

Elabora un juicio crítico sobre la concepción de la causalidad en Hume.

Investigación sobre el entendimiento humano

SECCIÓN VII. Sobre la idea de conexión necesaria.

(...)

Por lo tanto, para conocer plenamente la idea de poder o conexión necesaria examinemos su impresión, y con objeto de hallar con mayor certeza su impresión, busquémosla en todas las fuentes de las que pueda derivarse.

Cuando miramos en derredor a los objetos externos y consideramos la operación de las causas, ni en un solo caso somos capaces de descubrir poder o conexión necesaria alguna; cualidad alguna que vincule el efecto a la causa y convierta a una en la consecuencia infalible de la otra. Sólo encontramos que la una, efectivamente, sigue de hecho a la otra. El impulso de una bola de billar se acompaña del movimiento de la otra. Esto es todo lo que aparece ante los sentidos externos. La mente no percibe ningún sentimiento ni impresión interna de esta sucesión de objetos. Consecuentemente, no existe, en ningún caso particular de causa y efecto, ninguna cosa que pueda sugerir la idea de poder o conexión necesaria.

Desde la primera aparición de un objeto, no podemos hacer nunca conjeturas sobre el efecto que resultará de ésta. Sin embargo, si el poder o energía de cualquier causa pudiera ser descubierto por la mente, seríamos capaces de prever el efecto, incluso sin la experiencia, así como, en principio, de pronunciarnos con certeza al respecto por el mero uso del pensamiento y el raciocinio.

En realidad, no existe ninguna parte de la materia que descubra nunca, mediante sus cualidades sensibles, ningún poder o energía, ni que nos dé pie a imaginar que podría producir cosa alguna, o ser seguida por cualquier otro objeto que pudiéramos denominar su efecto. La solidez, la extensión, el movimiento, estas cualidades son todas completas en sí mismas, y nunca apuntan a ningún otro hecho que pueda resultar de ellas. Las escenas del universo cambian continuamente, y un objeto sigue a otro en una sucesión ininterrumpida, pero el poder o fuerza que actúa sobre toda la maquinaria se mantiene completamente oculto, y no se descubre en ninguna de las cualidades sensibles del cuerpo. Sabemos que, de hecho, el calor acompaña constantemente la llama, pero no podemos hacer conjeturas ni imaginar qué conexión existe entre ambos. Así, es imposible que la idea de poder se derive de la contemplación de los cuerpos cuando están operando en casos concretos, porque los cuerpos nunca descubren ningún poder que pueda ser el original de esta idea.

Así pues, dado que los objetos externos tal y como aparecen ante los sentidos no nos dan ninguna idea de poder o conexión necesaria al operar en casos particulares, veamos si esta idea puede derivar de la reflexión sobre las operaciones de nuestras propias mentes, y ser copiada de alguna impresión interna. Puede decirse que a cada momento somos conscientes del poder interno cuando sentimos que, por la simple orden de nuestra voluntad, podemos mover los órganos de nuestro cuerpo o dirigir las facultades de nuestra mente. Un acto de volición produce movimiento en nuestras extremidades o suscita una nueva idea en nuestra imaginación. A esta influencia de la voluntad la llamamos consciencia. De ahí adquirimos la idea de poder o energía, y la seguridad de que nosotros mismos y todos los restantes seres inteligentes poseen poder. Esta idea, entonces, procede de la reflexión, puesto que surge de reflexionar sobre las operaciones de nuestra propia mente, y ante la orden que ejerce la voluntad tanto sobre los órganos del cuerpo como sobre las facultades del alma.

(...)

La mayor parte de la humanidad nunca encuentra ninguna dificultad a la hora de dar cuenta de las operaciones más comunes y familiares de la naturaleza, como la caída de cuerpos pesados, el crecimiento de las plantas, el nacimiento de los animales, o la nutrición de los cuerpos. Pero supongamos que, en todos estos casos, perciben la propia fuerza o energía de la causa que la conecta a su su efecto, y es para siempre infalible en su operación. Adquieren, por un prolongado hábito, tal estado mental que, al aparecer la causa, inmediatamente esperan con seguridad su normal acompañamiento, y apenas pueden concebir como posible que de ello pudiera resultar cualquier otro evento. Sólo en el descubrimiento de fenómenos extraordinarios, tales como los terremotos, la peste y los prodigios de cualquier tipo, se encuentran en desventaja a la hora de asignar la causa adecuada, y explicar la manera en que ésta produce el efecto. Es común para los hombres que se encuentran en tal aprieto recurrir a algún principio inteligente invisible para presentarlo como causa inmediata de aquel evento que les sorprende y que, en su opinión, no puede ser explicado por los poderes normales de la naturaleza. Sin embargo, los filósofos, que llevan sus investigaciones algo más allá, perciben de inmediato que, incluso en los eventos más familiares, la energía de la causa es tan ininteligible como en la más inusual, y que sólo aprendemos por la experiencia la frecuente CONJUNCIÓN de los objetos, sin poder comprender su CONEXIÓN. Aquí, pues, muchos filósofos creen que están obligados por la razón a recurrir, en todas las ocasiones, al mismo principio, al que la masa no recurre nunca salvo en casos que parecen milagrosos o sobrenaturales. Reconocen que la mente y la inteligencia son no sólo la causa última y original de todas las cosas sino también la causa inmediata y sola de todos y cada uno de los eventos que aparecen en la naturaleza.

Pretenden que esos objetos comúnmente llamados causas no son en realidad más que ocasiones, y que el verdadero y directo principio de efecto no es ningún poder o fuerza de la naturaleza sino una volición del Ser Supremo, quien decide que tales objetos particulares estén unidos para siempre. En vez de decir que una bola de billar mueve a otra por una fuerza que ha derivado del autor de la naturaleza, es el propio Dios, dicen, quien, por una volición particular, mueve la segunda bola, quedando condicionado a esta operación por el impulso de la primera bola, en coherencia con esas leyes generales que él ha establecido para sí mismo en el gobierno del universo. Pero los filósofos, avanzando siempre en sus investigaciones, descubren que, al igual que somos totalmente ignorantes del poder del que depende la mutua operación de los cuerpos, no somos menos ignorantes de ese poder del que depende la operación de mente sobre cuerpo, o de cuerpo sobre mente, y tampoco somos capaces, ya sea a partir de nuestros sentidos o consciencia de asignar el principio último en un caso más que en el otro.

Por lo tanto, la misma ignorancia les reduce a la misma conclusión. Aseveran que la Deidad es la causa inmediata de la unión entre alma y cuerpo, y que éstos no son los órganos del sentido que, al ser agitado por objetos externos, produce sensaciones en la mente; sino que se trata de una volición particular de nuestro Creador omnipotente lo que excita tal sensación, como consecuencia de tal movimiento en el órgano. De manera análoga, no es ninguna energía de la voluntad la que provoca el movimiento de nuestros miembros: es al propio Dios, a quien le complace secundar nuestro deseo, en sí mismo impotente, y dirigir ese movimiento que erróneamente atribuimos a nuestro propio poder y eficacia. Los filósofos tampoco se detienen ante esta conclusión. En ocasiones extienden la misma inferencia a las operaciones internas de la propia mente. Nuestra visión mental o concepción de ideas no es más que una revelación que nos hace el Creador. Cuando voluntariamente pensamos en cualquier objeto, y suscitamos su imagen en la imaginación, no es la voluntad la que crea esa idea; es el Creador universal quien se la descubre a la

©Versión de michelle, para "La Filosofía en el Bachillerato"