Agustín de Hipona

Agustín de Hipona

(354 - 430)

Textos y fragmentos de Agustín de Hipona

Confesiones, Libro VIII, capitulo XII

Cómo se convirtió de todo punto, amonestado de una voz del cielo

28. Luego que por medio de estas profundas reflexiones se conmovió hasta lo más oculto y escondido que había en el fondo de mi corazón, y junta y condensada toda mi miseria, se elevó cual densa nube, y se presentó a los ojos de mi alma, se formó en mi interior una tempestad muy grande, que venía cargada de una copiosa lluvia de lágrimas. Para poder libremente derramarla toda, y desahogarme en sollozos y gemidos que le correspondían, me levanté de donde estaba con Alipio, conociendo que para llorar me era la soledad más a propósito, y así me aparté de él cuanto era necesario, para que ni aun su presencia me estorbase. Tan grande era el deseo que tenía de llorar entonces. Bien lo conoció Alipio, pues no sé qué dije al tiempo de levantarme de su lado, que en el sonido de la voz se descubría que estaba cargado de lágrimas y como reventado por llorar, lo que a él le causó extraordinaria admiración y espanto, y le obligó a quedarse soto en el mismo sitio en que habíamos estado sentados.

Yo fui, y me eché debajo de una higuera; no sé cómo ni en qué postura me puse; mas soltando las riendas a mi llanto, brotaron de mis ojos dos ríos de lágrimas, que Vos, Señor, recibisteis como sacrificio que es de vuestro agrado. También hablando con Vos decía muchas cosas entonces, no sé con qué palabras, que si bien eran diferentes de éstas, el sentido y concepto era lo mismo que si dijera: Y Vos, Señor, ¿hasta cuándo?, ¿hasta cuándo habéis de mostraros enojado? No os acordéis ya jamás de mis maldades antiguas. Porque conociendo yo que mis pecados eran los que me tenían preso, decía a gritos con lastimosas voces: ¿Hasta cuándo, hasta cuándo ha de durar el que yo diga, mañana, y mañana? ¿Pues por qué no ha de ser desde luego. y en este día?, ¿por qué no ha de ser en esta misma hora el poner fin a todas mis maldades?

Cristalera de catedral

29. Estaba yo diciendo esto y llorando con amarguísima contrición de mi corazón, cuando he aquí que de la casa inmediata oigo una voz como de un niño o niña, que cantaba y repetía muchas veces: Toma y lee, toma y lee. Yo mudando de semblante me puse luego al punto a considerar con particularísimo cuidado, si por ventura los muchachos solían cantar aquello o cosa semejante en alguno de sus juegos, y de ningún modo se me ofreció que lo hubiese oído jamás. Así, reprimiendo el ímpetu de mis lágrimas me levanté de aquel sitio, no pudiendo interpretar de otro modo aquella voz, sino como una orden del cielo, en que de parte de Dios se me mandaba que abriese el libro de las Epístolas de San Pablo, y leyese el primer capítulo que casualmente se me presentase. Porque había oído contar del santo abad Antonio, que entrando por casualidad en la iglesia al tiempo que se leían aquellas palabras del Evangelio: Vete, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y después sígueme, él las había entendido como si hablaran con él determinadamente, y obedeciendo a aquel oráculo, se había convertido a Vos sin detención alguna. Yo, pues, a toda prisa volví al lugar donde estaba sentado Alipio, porque allí había dejado el libro del Apóstol, cuando me levanté de aquel sitio. Agarré el libro, le abrí, y leí para mí aquel capítulo que primero se presentó a mis ojos, y eran estas palabras: "No en banquetes ni embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emulaciones, sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo, y no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo". No quise leer más adelante, ni tampoco era menester, porque luego que acabé de leer esta sentencia, como si se me hubiera infundido en el corazón un rayo de luz clarísima se disiparon enteramente todas las tinieblas de mis dudas.

30. Entonces cerré el libro, dejando metido un dedo entre las hojas para notar el pasaje, o no sé si puse algún otro registro, y con el semblante ya quieto y sereno le signifiqué a Alipio lo que me pasaba. Y él, para darme a entender lo que también te había pasado en su interior, porque yo estaba ignorante de ello, lo hizo de este modo: Pidió que le mostrase el pasaje que yo había leído, se lo mostré y él prosiguió más adelante de lo que yo había leído; no sabía yo qué palabras eran las que se seguían; fueron éstas: Recibid con caridad al que todavía está flaco en la fe. Lo cual se lo aplicó a sí, y me lo manifestó. Pero él quedó tan fortalecido con esta especie de aviso y amonestación del cielo, que sin turbación ni detención alguna se unió a mi resolución y buen propósito, que era tan conforme a la pureza de sus costumbres, en que habla mucho tiempo que me llevaba él muy grandes ventajas. Desde allí nos entramos al cuarto de mi madre, y contándola el suceso como por mayor, se alegró mucho desde luego; pero refiriéndole por menor todas las circunstancias con que había pasado, entonces no cabía en sí de gozo, ni sabía qué hacerse de alegría, ni tampoco cesaba de bendeciros y daros gracias. Dios mío, que podéis darnos mucho más de lo que os pedimos y de lo que pensamos, viendo que le habíais concedido mucho más de lo que ella solía suplicaros para mí por medio de sus gemidos y afectuosas lágrimas. Pues de tal suerte me convertisteis a Vos, que ni pensaba ya en tomar el estado del matrimonio, ni esperaba cosa alguna de este siglo, además de estar ya firme-en aquella regla de la fe, en que tantos años antes le habíais revelado que yo estaría. Así trocasteis su prolongado llanto en un gozo mucho mayor que el que ella deseaba, y mucho más puro y amable que el que ella pretendía en los nietos carnales que de mí esperaba. (La conversión de San Agustín al cristianismo sucedió hacia fines de agosto oprincipios de septiembre del año 386.)

(San Agustín, Confesiones, Madrid, EDAF, 1969)

Confesiones, libro X. capítulo VI

Qué cosa es la que se ama cuando se ama a Dios, y cómo por las criaturas se llega a conocer al Criador

8. Yo, Señor, sé con certeza que os amo y no tengo duda en ello. Heristeis mi corazón con vuestra palabra, y luego al punto os amé. Además de esto, también el cielo, la tierra y todas las criaturas que en ellos se contienen, por todas partes me están diciendo que os ame, y no cesan de decírselo a todos los hombres, de modo que no pueden tener excusa si lo omiten.

Pero el más alto y seguro principio de ese amor, es que Vos usáis con ellos de vuestra misericordia, haciendo que os amen aquellos con quienes habéis determinado ser misericordioso. Concedéis por vuestra piedad que os tengan amor, los que por misericordia vuestra teníais escogidos para que os amaran; sin lo cual serían tan inútiles las voces con que el cielo y la tierra se explican incesantemente en vuestras alabanzas, como si las dijeran a los sordos.

Pero ¿qué es lo que yo amo cuando os amo? No es hermosura corpórea ni bondad transitoria, ni luz material agradable a estos ojos; no suaves melodías de cualesquiera canciones; no la gustosa fragancia de los flores, ungüentos o aromas; no la dulzura del maná, o la miel, ni finalmente, deleite alguno, que pertenezca al tacto o a otros sentidos del cuerpo.

Nada de eso es lo que amo, cuando amo a mi Dios; y no obstante eso, amo una fragancia, un cierto manjar y un cierto deleite cuando amo a mi Dios, que es la luz, melodía, fragancia, alimento y deleite de mi alma. Resplandece entonces en mi alma una luz que no ocupa lugar; se percibe un sonido que no lo arrebata el tiempo; se siente una fragancia que no la esparce el aire; se recibe gusto de un manjar que no se consume Comiéndose; se posee estrechamente un bien tan delicioso, que por más que se goce y se sacie el deseo, nunca puede dejarse por fastidio. Pues todo esto es lo que amo, cuando amo a mi Dios.

9. Pero ¿qué viene a ser esto? Yo pregunté a la tierra y respondió: No soy yo eso; y cuantas cosas se contienen en la tierra me respondieron lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos, y a todos los animales que viven en las aguas, y respondieron: No somos tu Dios; búscale más arriba de nosotros. Pregunté al aire que respiramos y respondió todo él con los que le habitan: Anaxímenes se engaña, porque no soy tu Dios. Pregunté al cielo, sol, luna y estrellas, y me dijeron: Tampoco somos nosotros ese Dios que buscáis. Entonces dije a todas las cosas que por todas partes rodean mis sentidos: Ya que todas vosotras me habéis dicho que no sois mi Dios, decidme por lo menos algo de él. Y con una gran voz clamaron todas: ÉL es el que nos ha hecho.

Estas preguntas que digo yo que hacía a todas las criaturas, era sólo mirarlas yo atentamente y contemplarlas; y las respuestas que digo me daban ellas, es sólo presentárseme todas con la hermosura y orden que tienen en sí mismas.

Después de esto, volviendo hacia mí la consideración, me pregunté a mí mismo: Tú ¿qué eres?, y me respondí: soy hombre. Y bien claramente conozco que soy un todo compuesto de dos partes, cuerpo y alma, tina de las cuales es visible y exterior, y la otra invisible e interior. ¿Y de las dos es de las que debo valerme para buscar a mi Dios, después de haberle buscado recorriendo todas las criaturas corporales que hay desde la tierra al cielo, hasta donde pude enviar por mensajeros los rayos visuales de mis ojos? No hay duda en que la parte interior es la mejor y más principal, pues ella era a quien todos los sentidos corporales que habían ido por mensajeros, referían las respuestas que daban las criaturas, y la que como superior juzgaba de la que habían respondido cielo y tierra, y todas las cosas que hay en ellos diciendo: Nosotras no somos Dios, pero somos obra suya. El hombre interior que hay en mí, es el que recibió esta respuesta y conoció esta verdad, mediante el ministerio del hombre exterior. Es decir, que yo considerado según la parte interior de que me compongo, yo mismo, en cuanto al alma, conocí estas cosas por medio de los sentidos de mi cuerpo. Pregunté por mi Dios a toda esta grande máquina del mundo y me respondió: Yo no soy Dios, pero soy hechura suya.

10. Esta hermosura y orden del universo ¿no se presenta igualmente a todos los que tienen cabales sus sentidos? Pues ¿cómo a todos no les responde eso mismo? Todos los animales, desde los más pequeños hasta los mayores, ven esta hermosa máquina del universo; pero no pueden hacerle aquellas preguntas, porque no tienen entendimiento, que como superior juzgue de las noticias y especies que traen los sentidos. Los hombres sí que pueden ejecutarlo, y por el conocimiento de estas criaturas visibles pueden subir a conocer las perfecciones invisibles de Dios; aunque sucede que, llevados del amor de estas cosas visibles, se sujetan a ellas como esclavos; y así no pueden juzgar de las criaturas, pues para eso habían de ser superiores a ellas. Ni estas cosas visibles responden a los que solamente les preguntan, sino a los que al mismo tiempo que preguntan, saben juzgar de sus respuestas. Ni ellas mudan su voz, esto es, su natural hermosura, ni respecto de uno que no hace más que verlas, ni respecto de otro, que además de esto se detiene a preguntarles, no es que a aquél parezcan de un modo y a éste de otro, sino que presentándose a entrambos con igual hermosura, hablan con el uno y son mudas para con el otro, o por mejor decir, a entrambos y a todos hablan; pero solamente las entienden los que saben cotejar aquella voz que perciben por los sentidos exteriores, con la verdad que reside en su interior.

Esta verdad es la que me dice: No es tu Dios el cielo ni la tierra, ni todo lo demás que tiene cuerpo. La misma naturaleza de las cosas corporales, a cualquiera que tenga ojos para verlas, le está diciendo: Esto es una cantidad abultada; y ésta precisamente es menor en la parte que en el todo. De aquí se infiere, que tú, alma mía, eres mejor que todo lo corpóreo, porque tú animas esa abultada cantidad de tu cuerpo, y le das la vida que goza; lo que cuerpo ninguno puede hacer con otro cuerpo. Pero tu Dios está tan lejos de ser corpóreo, que aun respecto de ti, que eres vida del cuerpo, es Dios tu vida.

(San Agustín, Confesiones, Madrid, EDAF, 1969)